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miércoles, 21 de marzo de 2012

ZOOLOGIA HUMANA

Un día, sin preveerlo, me transformé mágicamente en mi animal favorito: el guepardo. No sé por qué pasó, pero así ocurrió:
Era verano, pleno verano. Yo me acababa de comprar un helado de chocolate con virutas de ese mismo sabor. Seguí el camino del río para llegar a la calle San Antón. Luego continué todo hacia arriba hasta llegar a la calle Nueva de San Antón. Me metí en ella. Luego bajé la calle Aben Humeya hasta la casa de Cristi. Allí, en su casa, quedamos para hacer no se qué del ordenador (creo recordar que era para pasarle un programa o algo parecido que ella me pidió). Al llegar a su portal, toqué el timbre y al abrirme Cristi, entré en su casa y, de repente, me transformé en guepardo. Como lo oís: GUE – PAR – DO. Me sentía raro, diferente. No sabía qué me pasaba. Lo que sí sabía era que ahora no podía presentarme en su puerta. Así que me quedé agazapado detrás de la puerta del portal. La única pregunta que había dentro de mi mente en ese momento era:
“¿Qué hago ahora?”
Estaba (no sé cómo) en un buen lío.
Fui entonces, como por un instinto, al psiquiatra. Iba muy rápido y casi nadie me vio. Llegué al psiquiatra. El médico se asustó bastante y llamó a seguridad. Me mandaron a la sabana africana y, mientras, en una caja, algo incómoda por cierto, yo notaba como me moría literalmente de calor.  A lo mejor era porque estábamos llegando. Ahora sí que no sabía qué hacer. Pero al descargarme y soltarme en un espacio abierto y enorme, yo no me moví. Entonces fue cuando otro guepardo, más o menos de mi misma edad (en años de guepardo, claro) me arrastró hasta que los que me habían transportado no me vieron. Yo le comuniqué que se detuviera pero, nada más decir la primera palabra, -no me lo podía creer- noté algo maravilloso: ¡Hablaba el idioma de los animales!
“¡Qué guay!”. Estuve un rato hablando con mi nuevo amigo José Rapidín Nitevi. Me contó cosas superimpresionantes sobre “nuestra raza”, cosas que yo ni sabía que “hacíamos” los guepardos. Me lo pasé estupendamente con José y nos hicimos buenos amigos. Me presentó a sus amigos. Era estupendo porque comunicarme con todos ellos. Al final, me excusé para marcharme y regresar a mi casa. Los lunes  mamá prepara lasaña. Y a mí me encanta la lasaña. Aunque...
¿Ahora cómo vuelvo a mi casa? ¡Me perderé la lasaña!  ¡Nooooo...!
De repente mientras alargaba aún más el “ ¡Noooooooooooooo!”, un resplandor surgió de entre mi cuerpo y cuando se acabó, volví a la normalidad. Pero aun así... ¿Cómo volvería a casa?
Llegué a la playa muerto de cansancio. No podía más. Los mismos transportistas de antes estaban a punto de salir del puerto y yo no quería quedarme allí, solitario, triste, en medio de la playa. Los llamé con todas mis fuerzas y, para mi suerte, me escucharon. Menos mal que fueron amables aunque no me entendieran nada. Lo importante es que pude regresar a mi casa y –lo mejor de todo- comer lasaña.
 Al final, no fui a casa de Cristi, pero eso, después de todo, no era lo importante, sino la aventura que había vivido en plena  sabana africana.
¿Qué os parece? Fantástico, ¿no?
 
JUAN CARLOS L.M.